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Ustedes, "gente de bien" - Sandra Soler Castillo

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13/05/2021

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Ustedes, "gente de bien" - Sandra Soler Castillo

Por  Sandra Soler Castillo
Universidad Distrital Francisco José de Caldas

13 de Mayo de 2021

Desde el pasado 28 de mayo en Colombia se vienen realizando una serie de marchas a lo largo y ancho del país para protestar por las reformas que el gobierno quiere imponer a una población cada vez más empobrecida y cansada de las injusticias sociales. Las protestas han generado polarización entre la población que se autodenomina “gente de bien”, perteneciente a la clase económica alta y los “indios” y participantes del paro, quienes son considerados “vándalos” o “terroristas. Este texto se escribe a propósito de esa polarización que se originó en Cali, una ciudad situada en el suroccidente de Colombia.

Hasta no hace mucho tiempo en la historia de Colombia había una práctica en la región de los Llanos orientales denominada Guajibiar que consistía en una diversión de la “gente de bien” de salir en las noches a cazar “indios” guahibos en sus resguardos o caseríos. Así lo relata la escritora Silvia Aponte en la novela Las guajibiadas (1986, 156-58). A continuación, presento algunos fragmentos del texto que describen esta práctica:  

Iniciaron nuevamente la búsqueda de aquel pueblo refundido en esas verdes regiones; aún había una penumbra perezosa entre la respiración vegetal. […] 

–¡Ya los divisé! –gritó el caporal. Y mientras descendía les informaba: –Cayendo la tarde le vamos cayendo a ellos también. 

En un viaje silencioso y rápido como una gran anaconda se desliza el río Ariporo dentro de su propia selva. En la cuenca de este río se alineaban pequeñas y aplastadas chocitas que denunciaban su reciente fundación por el color verdoso del empalmado. Barrigones chicuelos correteaban por los espacios de las ramadas, jugando con una iguana amarrada de la cola; un grupo de mozos laboraban la cabuya de cumare para los chinchorros de tramado, y unos viejos de piel apergaminada parecían reunidos en consejo, mientras afuera de las chozas varias mujeres dialogaban alrededor de una gran fogata que daba rendimiento para todos en su tarea de asar micos, éstos entre los chuzos se retorcían con chirridos impresionantes, al encogerse con el calor de las llamas. 

Un encarnizado tableteo de winchesteres, carabinas, revólveres, máuseres y cuanta arma era proporcionada por míster Stell a los vegueros, estremeció la fronda arrancando chillidos de aves y gritos de pavor. Una confusión desconcertante se apoderó de la comunidad guajira; algunos alcanzaron a tomar sus armas y huyeron por entre el semicírculo de fuego camuflado en la arboleda; otros infelices se lanzaron a las plagadas aguas del río encontrando una muerte inmediata. En la confusa lengua, los gritos de prevención se cruzaban: –¡Blanco típare moya! ¡Picúre típare moya! […]. 

Hoy, tras los acontecimientos sucedidos en Cali, a propósito de las marchas que se vienen realizando desde el 28 de mayo y que completan ya quince días, no puedo dejar de recordar este episodio aberrante de la historia colombiana reciente. Personas que se autodenominan “de bien”, refiriéndose a los indígenas como “indios” y saliendo a cazarlos con armas, pero esta vez no en la selva y durante la noche, sino en la ciudad, a plena luz del día e incluso con el beneplácito de las autoridades. Y es que así sucedió también en los juicios contra los colonos comprometidos en la Masacre de la Rubiera (1967), en la que fueron asesinados decenas de indígenas, mediante la práctica de guajibiar. En esa ocasión, durante el juicio a los culpables, los jueces señalaron que no se podía juzgar como un crimen aquello que forma parte de las costumbres de la gente. “No creíamos que matar indios fuera malo”, respondió en los interrogatorios uno de los inculpados. Para los habitantes de Llanos orientales de Colombia estaba claro que cazar y asesinar “indios” no era un delito. Subyacía la creencia de que los indígenas no eran humanos. Así lo atestigua la “sabiduría popular” en refranes muy conocidos en esta región, como el siguiente: “ni burro es bestia, ni indio es gente, ni casabe sirve pa’ bastimento”. (El casabe es un alimento de la dieta indígena preparado a base de yuca; el bastimento es el acompañamiento en las comidas.

El discurso es el mecanismo más poderoso para la transmisión de estereotipos y prejuicios étnicos y más aún si se trata del lenguaje cotidiano. Pensemos en todas aquellas expresiones, chistes, modismos o refranes que hemos escuchado a lo largo de nuestra existencia, que se escapan incluso a nuestra conciencia, pero que son reflejo fiel de nuestra idiosincrasia y creencias respecto al “otro” y que reflejan el sentir colectivo. Nuestra “identidad nacional” se manifiesta en la lengua. Una identidad profundamente discriminatoria y excluyente.  

Sin embargo, el poder del discurso va más allá de la representación, conlleva acciones. Testimonio de esto es la matanza de la Rubiera. Pero también y tristemente lo es el reciente episodio ocurrido en Cali en el que personas salieron a asesinar indígenas en camionetas de alta gama, sin que hasta el momento se haya podido saber quiénes eran.  

Durante todos los días de la marcha, los medios de comunicación han tenido un papel importante en la transmisión de estereotipos y prejuicios frente a las personas indígenas (y en general frente a las personas que marchan). Como ya lo señalé en otro texto, la división entre civilizados e irracionales es frecuente entre los periodistas y políticos. La pregunta que queda en el ambiente es ¿quién es en realidad el “incivilizado”?  

Cómo no recordar también la indignante portada de la Revista Hola, de España de 2012, fiel reflejo de las divisiones sociales de Colombia, pero de manera especial de aquellas regiones con pasado teñido de sangre por la trata esclavista, como Cali y Popayán, sin olvidar claro, a Cartagena de Indias. 

(image)

La foto, que muestra tres generaciones de “mujeres de bien” de Cali, fue duramente criticada por lo que algunos denominaron “apología a la esclavitud”. Y es que pareciera ser que a la “gente de bien” se le olvida de que la esclavitud se abolió en Colombia en 1851, al menos en términos legales, porque en la práctica, hay personas condenadas a una servidumbre perpetua, como en el caso de los afrodescendientes, o a la exotización, como en el caso de los indígenas, aunque eso sí, si se quedan en sus resguardos, tal como lo manifestó el presidente de la República, porque de lo contrario son un peligro. 

No es coincidencia que sea justamente en estas regiones donde se estén dando los enfrentamientos más fuertes en las marchas. Regiones marcadamente excluyentes con tradiciones de familias de “alto abolengo” que dominan la industria, rezago de las haciendas azucareras de la época de la esclavitud, pero que también dominan, ¿cómo no?, la política de la región, sin la que no podrían mantener ese estado de cosas. Pensemos, por ejemplo, en María Fernanda Cabal, en Félix Lafaurie (la “gente de bien” se casa con “gente de bien”) o Paloma Valencia, por citar tan solo algunos políticos, de no grata evocación. 

En la actualidad se habla mucho de reformas, pero no he escuchado hasta ahora que nadie hable de una de las reformas más importantes que requiere el país y que acabaría con muchos de los problemas del sur de Colombia, aunque no solamente de allí: una verdadera reforma agraria y una legislación que garantice su cumplimiento. El problema de las tierras en esta región es de vieja data y es uno de los causantes de la violencia generalizada del país: la tenencia de la mayor parte de la tierra cultivable por parte de unas pocas familias, que se cuentan con los dedos de la mano. Los constantes enfrentamientos entre indígenas y terratenientes en el Cauca son problemas de tierras. Problemas que, sin embargo, nos quieren hacer ver como enfrentamientos entre “gente de bien” e “indios”. 

En ocasiones, parece como si Colombia estuviera condenada a repetir la historia una y otra vez. Episodios que creíamos superados, como las guajibiadas o la discriminación racial directa y descarada, aparecen una y otra vez e incluso con mayor fuerza. Las marchas sirven para evidenciar injusticias y reclamar derechos. Ojalá se logre llegar a una “negociación”, con o sin diálogo; este tema merece otro debate. Pero no debemos olvidar aprendizajes que nos quedan para la vida: en el lenguaje cotidiano, el ser humano produce y reproduce los valores culturales y morales de la sociedad. Nuestra manera de hablar, la selección léxica, el tipo y género de discurso que elegimos contribuye a la reproducción de estereotipos, entre ellos, los relacionados con la clase social, la ‘raza’ y la ‘etnia’, que, a fuerza de repetirlos, los convertimos en verdades absolutas. Las palabras son más que formas de referenciar, pueden convertirse en armas de discriminación, exclusión y racismo. Tengamos presente que, como nos lo recordó Michael Halliday en su libro El lenguaje como semiótica social (Fondo de Cultura Económica 1994), “la lengua es el canal principal por el que se transmiten los modelos de vida, por el que se aprende a actuar como miembro de una ‘sociedad’ y a adoptar su cultura, sus modos de pensar y de actuar, sus creencias y sus valores”. 

Ustedes, “gente de bien”, sepan entonces que no hay gente de bien y gente de menos bien, como pretenden. Esta frase, que hemos interiorizado sin ningún cuestionamiento y que es muy recurrente en el habla cotidiana, carece de referencia semántica, es un sema vacío, no hay nada en la “realidad” que constituya su referente. Es una expresión producto de siglos de clasificaciones, diferenciaciones sociales y económicas a las que la sociedad colombiana ha sido proclive, interesada en marcar diferencias para justificar luego la opresión. 

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